jueves, 31 de diciembre de 2009

CUENTOS - Pistolas al aire

Pistolas al aire

En el pueblo, el sol quemaba como mil infiernos y por eso todos se refrescaban a la sombra de los diminutos techos de los comercios. La barbería estaba más solitaria que de costumbre, y Peterson, un hombre con ojos insignificantes y pelo como paja roja sobre la cabeza, que en esos días era el ayudante del peluquero, estaba tomando una limonada frenéticamente, sólo con los calzoncillos puestos, como era costumbre en él cuando el coiffeur se iba de viaje.

La tienda de gallos se encontraba al final de la única calle del pueblo y era, como lo sugiere su nombre, un lugar donde se compraban artículos para los gallos. Si bien este local podía parecer un poco pomposo, cuadraba bien con las necesidades del pueblo, donde abundaban las peleas de gallos y constantemente se requerían medicamentos para aves o implementos que condimentaran las contiendas, como son las púas de acero o picos de cobre.

La casa del gallo (así se llamaba el negocio), estaba poblada por pájaros disecados, que con sus picos fruncidos y las alas abiertas en actitud amenazante, esperaban a los asiduos que ni los miraban. El viejo Willy era quien atendía el local; tenía un gran ojo de vidrio que ocupaba casi un tercio de su cara y una lengua muy larga y babosa. Tenía la costumbre de dejar libre en la tienda a un gallo de riña vivo, que iba escondiendo en distintos lugares para asustar a los clientes. Pensaba que esta extrañeza les provocaría tal alegría comercial, que los induciría espontáneamente a comprar algo caro. Para sorpresa de todos, algo de razón tenía, ya que cuando el ave aparecía repentinamente, de detrás de una canasta o de arriba de algún placard, y envestía con furia ciega a los desprevenidos merodeadores, siempre despertaba en ellos un sentimiento, mezcla de pánico y necesidad de gastar dinero. Tal vez era el miedo o a lo mejor el carisma del gallo, lo importante es que luego de que el animal atacaba, de inmediato hacía una buena venta.

Los cantos rodados y el hirviente viento del desierto, eran de los pocos transeúntes que circulaban a esas horas por la remota avenida de aquella villa cenicienta.

La niña Nora también se carbonizaba al sol mientras jugaba en la avenida, subiéndose la pollerita y corriendo de aquí para allá, intentando capturar la atención de los mayores, que siempre la ignoraban como si fuese un cadáver o un cuervo más. Gritaba a los cuatro vientos (hirvientes), que ofrecería un dólar a quién le bajara las bragas y le olisqueara sus partecitas. Nadie acudía; no porque el dinero en aquellos lugares sobrara, sino porque sabían que la chiquilla no tenía ni un centavo. Ella lo hacía sólo para verle los ojos a los adultos desde arriba, y luego, cuando reclamaban la paga; salía corriendo como el demonio, eufórica y chillando “oliste mi coño, soy una ramera… ¡ahora estoy embarazada!”. Verlos de esta forma, hacía que se sintiera superior, como si fuese la madre que los cuida desde una nube lejana.

Por el horizonte, apareció algo como una sombra que luego se transformó en árbol y finalmente en hombre a caballo. Era Billy Escopetas, que por primera vez pisaba las calles de ese perdido pueblo del oeste.

Era un individuo enorme, con una espalda que parecía la de un elefante; ojos saltones y mueca criminal. Su gigantesco bigote impresionaba a las damas, además de su gran sombrero y la gruesa capa de polvo que lo cubría de la cabeza a los pies. El típico tipo malo que surca la llanura en busca de problemas.

Escupió hacia un costado inspeccionando las caras de los pueblerinos que husmeaban y descansaban a la sombra. La niña Nora no se le acercó; sabía que si hacía su rutina con ese hombre tan feo, de seguro terminaría muerta o gravemente herida, desnuda en alguna fosa. Se limitó a saludarlo con la manito. Él la miró desde allá arriba y ni siquiera se dignó a responder el cumplido; simplemente volvió a escupir.

Tobías, un púber solitario, con orejas como palanganas azules, boca de pescado y dientes de conejo, famoso en la localidad por ser demasiado amistoso con algunas cabras; lo contemplaba absorto desde su cómoda mecedora, situada convenientemente a la sombra. Tenía una gallineta en su falda, a la que no paraba de acariciarle el pico.

- ¡Ey! Chico -le dijo Billy a las gigantescas palanganas- … ¿Sabrías decirme qué pueblo es este?

- Este pueblo se llama Porten, pero los que viven en las proximidades le dicen Villa Putas -respondió jactancioso el muchacho.

- Me gusta el segundo nombre. ¿Hay alguna razón para ese mote?

- Hace muchos años, los que hoy serían ancianos controlaban estas calles que ahora tú estás pisando; y por lo que se cuenta nunca desperdiciaban la oportunidad de que se los cogieran por el culo. De ahí quedo Villa Putas, porque los hombres de este lugar lo eran.

- ¿Dónde puedo hablar con uno de esos señores?

- Ya murieron todos, los doctores de aquí dicen que coger por el culo alarga la vida, si uno se muriera de viejo, pero en realidad la acortó porque siempre se generaban muchos disturbios… ya sabe señor, eso normalmente está mal visto.

- ¿No les gustaba que les llamaran putas?

- Ni medio.

- ¡Qué putas!

Billy Escopetas siguió su camino dejando al chico y a la gallineta en paz. En realidad Billy sabía muy bien en dónde se encontraba, ya que le estaba siguiendo la pista desde hacía meses al hombre más peligroso de todo el sur: Johnny Mamadas. Los carteles de “se busca” inundaban todas las grandes ciudades y de a poco también la mayoría de los puebluchos.

Johnny Mamadas había matado a más de quince hombres de la misma manera: a tiros. Un tipo rudo entre los rudos. En Hostelfield había violado a más de quince mujeres en la misma noche, cuando habiendo equivocado su camino, fue a parar a un convento lleno de monjas, que no tuvieron el menor reparo en desnudarse y esperar a que se cumpla su destino, aún antes de que el hombre terminara de bajarse de su caballo. Cuentan (aunque no fue la versión oficial) que estaban todas en fila tiritando con la fresca brisa del otoño y su desnudez rebosante en el patio del convento; entonces Johnny las obligó a que se acercaran mucho, unas a las otras y a su vez que lo rodearan, quería sentir el calor de sus cuerpos sin ropa, anhelaba acariciar todos esos senos que se le presentaban, recorrerlas con su lengua. Por eso las obligó a darse vuelta para que agacharan el torso y así ofrecieran todas su tibio coño al unísono. Chupó primero el de la más gordita, (al parecer el de la hermana Lucía) que terso y pulposo, no opuso ninguna resistencia a la lengua inquisidora, que pícara jugueteaba con los pliegues, para ahogarla así en hondas oleadas de placer. Después vino el de la hermana Petunia, que parecía un globito dulce, por donde se podía frotar cualquier objeto poroso para que únicamente brotara goce de allí. La boca bien abierta y la lengua haciendo primero pequeños circulitos sobre el clítoris, para luego arremeter con lamidas concisas sobre los labios y por último penetrar con la suave esponjosidad de la lengua, los más acuosos rincones de su coño. Así con cada una, hasta la última. Luego sacó su pene al aire y exigió un servicio. Aquí no termina de haber una versión inequívoca, ya que, si bien algunos estaban convencidos de que la potente mamada que le propiciaron, fue a causa de la situación violatoria, otros concuerdan en que demostraron tanta efusividad y energía cuando lo hacían, que se pareció más a un acto de caridad de las beatas. Y algunos otros (los menos) simplemente creyeron que había voluntad explícita por parte de las feligresas de saciar sus más profundos impulsos concupiscentes. Lo importante es que todas ellas se la exprimieron al máximo, llegando a eyacular quince o dieciséis veces en la boca de cada una de las monjitas que tragaba desesperadamente la semilla del bandido, como si fuera el cuerpo y la sangre de Jesús. A partir de ese día, Johnny no volvió a permitir que le hicieran una mamada y de ahí su apodo.

Billy Escopetas siguió andando en su viejo caballo por las castigadas calles de tierra; hasta que se estacionó en la puerta de la taberna. Una prostituta casi anciana, con los párpados caídos que delataban su cansancio, cara cuadrada y cabellos que como telas de araña se apelotonaba sobre su frente, lo miraba con atención y algo que podría llegar a interpretarse como sensualidad. Cuando desmontaba ella le dijo:

- Ese animal ya está para tirar.

- Pobre Pocho, -bramó Billy dándole palmaditas al equino- una prostituta vieja y tirada quiere compartir su mal con él.

- ¿Dijiste Pocho? ¿Tu caballo se llama Pocho? ¿No me digas que eres del tipo de niño marica que le pone nombre a su caballo?

- Seguro que tú también tienes un nombre y nadie le dijo marica a tu padre.

- Mi padre fue el marica más marica de este lugar; fue uno de sus fundadores y nunca se cansaba de que le dieran por el culo… Pero dejémoslo ya… ¿Niño, quieres demostrarme que no eres un marica? Métemela por el culo y hazme sentir mujer otra vez.

Billy se encogió de hombros y aceptó con la cabeza. Iban entrando a la taberna y él le preguntó:

- ¿Cuánto?

- 9 -respondió rápidamente ella

- 9 si tuvieras 3 tetas -dijo al momento que se detenía.

- Bueno, ¿qué te parecen 6?

- Está bien para mí.

Dentro, había un aire pesado y corrompido. Escrutó las caras buscando la cicatriz con forma de jota, que caracterizaba a Johnny. No la encontró. Muchas mesas, hombres fumando y jugando al póquer, pendencieros bebiendo acodados en la barra, rameras por todas partes con largos vestidos y caras pálidas como hojas, recostado sobre un diván, había un extraño tipo canoso con nariz hundida, y una perfecta sonrisa de madera, con la que le daba la bienvenida a cada forastero; al final del salón, un chino pequeño tocaba el piano. La vieja prostituta que estaba con Billy se le acercó para decirle:

- Tócanos una melodía lenta para que bailemos mi amigo y yo.

- ¡Antes muelto! -contestó indignado.

- ¡Vamos! ¿Todavía sigues enojado por el vaso de whisky que se me cayó sobre tu cabeza el otro día?

- La señolita Lulú hacerlo queliendo. Wey Chen, no estal pala eso -aulló al tiempo que paraba de tocar y se cruzaba de brazos.

- Wey Chencito, dale mi vidita -dijo cariñosamente Lulú- tócate una, no te enojes conmigo. Si te portas bien, luego te dejo hacerme alguna cosita o juego con el tecladito coreano que tienes ahí.

- La señolita Lulú sabel pelfectamente que a Wey Chen no gustal esas cosas. Wey Chen plefelil archú -terminó su frase con esa palabra, al parecer oriental, y haciendo un gesto indescifrable. Inmediatamente cambió su disposición y comenzó a tocar en el piano una dulce melodía, que puso a bailar a todas las prostitutas en el salón. Algunos hombres también se levantaron entre los que estaba el viejo con la dentadura de roble.

Ella tomó a Billy Escopetas por los hombros y empezó a contonearse sensualmente frente a sus ingentes bigotes incrédulos.

Tenía un vestido blanco y sucio, por donde se lo mirase. Olía a rancio, como queso viejo que cayó bajo la cocina y nadie levantó. A Billy eso no le importó, porque él olía igual. Hacía muchos años que no bailaba y se sentía como un presidiario escapado, que únicamente piensa en la concreción del acto amatorio, sin soportar ninguna dilación.

Él se movió torpemente, despertando los más lascivos instintos de la prostituta. A Lulú le encantaban los hombres toscos y duros; aquellos que terminaban siendo quienes la penetraban con mayor vehemencia y saña. Se miraron larga e intensamente y algo como una chispa brotó de la mirada de Billy, voló haciendo rulitos dorados en el aire, pareció que se iba a perder en las alturas pero luego bajó y se acurrucó en la parte más recóndita de la fosa de los ojos de Lulú.

Su brazo que era como una poderosa columna de acero se movió, generando a su vez el desplazamiento de la mano que era como un hacha que se clavó, en forma de suave caricia, en la mejilla rozada de la vieja ramera bailarina, al tiempo que bajaba los ojos, sonreía tímidamente y aceptaba el suave recorrido de aquellos garfios intermitentes por su rostro.

El sonido se hacía cada vez más pastoso, como si se fuera transformando en un rugido indefinido, que en cierta forma los unía a ese estado de estupefacción sensual que a veces sufren los peces plateados, las noches de navidad. Aunque quiso besarla, no lo hizo; devuelta vino a su mente la imagen del presidiario; intentaba parecer otra cosa, que Lulú viera que él era diferente. Ella se acercó y besó a Billy que la abrazaba desconcertado.

La melodía se detuvo y poco a poco, los criminales y rameras, se volvieron a sus asientos, a excepción de los jugadores de póquer, que no se habían movido en ningún momento. El hombre que tenía piezas de madera en lugar de dientes se quedó bailando solo y sin música en la mitad de la pista. Frente a las puertas del salón pasó como un bólido la niña Nora gritando “oliste mi coño… ¡Soy una puta! ¡Tengo sífilis!”, pero nadie le prestó atención. Billy se acercó a Wey Chen y le agradeció la tonada con una leve palmada en la espalda que el oriental sintió como un fuerte puñetazo que desplazó su brazo derecho, en el que tenía un vaso de whisky, derramándolo todo sobre sus pequeños pantalones verdes. Wey Chen lo contempló con ojos fulgurantes y duros; Billy se encogió de hombros y le hizo algo como un saludo karateca, con sus manos extendidas, juntas las palmas puestas frente a su cara. El asiático lo sintió como una grave afrenta, pero reconociendo su inferioridad ante tamaña bestia, lo imprecó en mandarín, con una alegre sonrisa y algo que pareció un seña fálico-anal pero que Billy decodificó como boberías de un coreano loco. El viejo de la dentadura de pino, paró su danza solitaria y salió de la cantina -quizás con intenciones de ganar un dólar-, en dirección a donde pasó la pequeña corriendo.

Lulú se contoneaba lentamente, mientras lo iba llevando escaleras arribar y le lanzaba un guiño a Betty Petty, la dueña del lugar. Billy se asombró de que la vieja prostituta no fuese madama a su edad; era evidente que sus años más prósperos ya habían pasado.

Los pasos resonaron y la puerta de la habitación se abrió, entraron apresuradamente.

Billy no había tocado a una mujer en años, y ver sin resguardo la delicada espalda de aquella hembra curtida enfrente, desató un impulso irrefrenable y morboso, una excitación animal que lo poseyó completamente. La tomó por la cintura mientras ella se mordía con ímpetu el labio inferior. Cerró la puerta de un golpe y le chupó con fuerza la nuca.

- ¡Puta! Ya verás lo que es que te den por culo con todo.

- Sí, claro, pero antes… tienes que engrasarte la polla con lo que hay en ese tarrito -dijo señalando a un pote vetusto y gastado, con una etiqueta fucsia que decía “Grasa de búfalo para lubricar cortinas”, que estaba sobre la cómoda.

- ¡No! ¡Eso es para maricas! A mí me gusta en pelo… qué duela.

- Te va a costar un dólar más -dijo ella

- Vale.

Volvió a succionarle la nuca frenéticamente, pero ahora agregando mordidas. Estaba completamente ciego de concupiscencia. Su pene parecía un colosal choclo de piedra, con una manzana bruñida y flameante en la punta. Le subió el vestido de un tirón dejando al descubierto un culo casi perfecto pero más gordo, cosa que para nada iba en desmedro de su desesperado lance amoroso. Se agachó y lamió su espalda, poco a poco, como un gato. Los pelos de su inmenso bigote le hacían cosquillas y ella lanzó una carcajada. “¡Callate puta!” vociferó la ronca garganta de Billy.

Una gran cama con patas de madera podrida y sábanas amarillas con lunares marrones (aunque hacía mucho tiempo habían sido blancas y lisas), los estaba esperando para sumergirlos en su fétido colchón de color café. La arrojó con violencia sobre el lecho y la obligó a ponerse en cuatro patas, el olor a sexo que emanaba del colchón sólo lo incentivaba más y más, como a un perro rabioso.

“Me gusta que me den por el culo, hazlo duro y con frenesí” chilló al tiempo que la babeante boca de Billy recorría las redondas nalgas de la prostituta. Su lengua se metió una, dos, tres veces en lo hondo de ese agujero asombroso de los placeres, que no se mantenía lo suficientemente higienizado, pero eso a Billy lo excitó más aún. Sacó el delirante choclo de titanio que palpitaba como el corazón de un toro y se lo introdujo con furia y sin rodeos. Cadereaba como si estuviese borracho y bailando tap. Era un lunático liberando sus instintos y arrebatos más furtivos.

Ella lo gozaba profundamente, sentía explosiones de colores que le entraban y le salían por el culo; se le notaba en sus pómulos que eran como dos granadas violetas y en el tono de su voz, que progresivamente se iba haciendo más grave, como un ronroneo también violeta.

Esto llamó la atención de Billy y por eso quiso olvidarlo toqueteando groseramente sus pechos; pero al pasar la mano por el escote de su vestido, descubrió que la madre naturaleza no había sido tan dadivosa con ella cuando venía, como cuando iba. Eso no le interesó. Entonces la cogió con bravura de la nuca con la extremidad derecha, mientras bajaba con lentitud la izquierda. Le metía y le sacaba todo el titánico cholo de metal desde la punta a la raíz, anegándolos voluptuosos embates de placer que les obligaba a gemir como rinocerontes. Le daba y le daba mientras le acariciaba la pancita, luego recorriendo su pubis afeitado y suave, quiso palparle su jugoso coño; pero al llegar a la zona, descubrió que el trayecto de su mano era interrumpido por un trabuco morrocotudo, grueso y sólido como el tronco de un limonero, que le espantó rematadamente. Se alejó de súbito y la contempló horrorizado.

- ¿Qué pasa… ya no te gusto? -gritó ella

- No es eso… es que me pareció… tener una visión, más bien… una sensación espeluznante -su miembro todavía estaba hinchado, violeta y entumecido, y con la punta marrón luego de la venturosa incursión.

Mientras ella se iba dando vuelta hacia Billy; sus ojos se fueron transformando en dos continentes de hielo en mitad del océano. ¡TENÍA PIJA!

- ¿También eras una puta? -susurró el vaquero temblorosamente.

- Sí, ¿tú qué pensabas?

- Si no estuviese tan caliente me indignaría y te daría tremenda paliza, pero…

- ¿Pero? -dijo Lulú arqueando una ceja.

- Vamos, voltéate. El lejano oeste no es para maricas.

Ella volteó y él se acomodó para seguir dándole de su amor. Ahora cadereaba con mayor potencia y encono. Parecía que nueva sangre corríera por sus venas. Una especie de excitación cataléptica estremecía y dejaba pletórico de placer su obelisco de carne envenenado.

Suavemente pasó su mano al frente de la vieja prostituta y comenzó a masturbarlo, como si fuera suyo aquel miembro virulento y henchido de dimensiones desproporcionadas, que acariciaba con potencia y dulzura. Ahora ella estaba gritando como si se hubiese encendido el suich mágico y Billy bombeaba con todas sus energías. Ambos berreaban despavoridos; enajenados y completamente ebrios de placer; más y más duro. Agitación y sudor. Los dos apretaron al unísono y con todas sus fuerzas los labios y algo como una explosión atómica llenó íntegramente las entrañas de Lulú y la generosa palma de Billy se empapó de vida gelatinosa y amarilla. Vibraban en el aire penetrantes exhalaciones, suspiros y algo así como caricias enamoradas.

Nunca había tenido un polvo así, era mucho mejor que cualquier mujer; Lulú sabía exactamente qué hacer y mucho más.

Luego de terminado el asunto, lloraron juntos un rato, para después dormir una siesta.


Fernando Marichal

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