Meteorología
Mi primer recuerdo es de hace veinte años, en la casa de mis padres. Cuando en el comedor principal, lugar donde estaba ubicado el único televisor de la casa, yo lo contemplaba como hipnotizado. El gran espejo por el que salían elefantes de la India dos segundos antes de que apareciera un globo aerostático volando sobre el Océano Pacífico en una tarde de otoño, siempre me pedía un poco más. Primero más atención, luego más volumen, luego más tiempo, más reflexión o lo que sea, lo importante era que para esa pantalla gris, nunca nada era suficiente. Los actores y actrices rotaban constantemente. Los programas de moda iban nominando al artista del mes y durante ese tiempo ellos gozaban de su momento de gloria. Todos menos uno, el Tonino, o mejor dicho Roberto Ramírez; el mejor cantante de todas las épocas, que entre carismático y dulce siempre estaba en la lista de los sobresalientes del mes.
Desde aquel primer recuerdo, en el que el Tonino cantaba su último éxito “Amores de fuego”, siempre me ha acompañado durante todos los períodos de mi vida. Mi primera novia, Eloísa; no se cansaba de escuchar sus discos cosa que me agradaba mucho porque yo tampoco me cansaba.
Luego, cuando cumplí dieciocho años, el Tonino hacía su última gira por Uruguay porque decidía terminar con su carrera de cantante para dedicarse a la pintura, disciplina en la que resultó ser muy bueno también. Fui a ese último concierto que dio aquí, en el Velódromo una tarde fresca de primavera.
Las mujeres gritaban y gemían como locas, él siempre despertaba profundas pasiones en ellas, y en algunos hombres también. Cantó todo lo más importante de su repertorio y luego de dos horas de show, nos confesó confianzudamente, que no había lugar como Uruguay, que el mejor de todos los públicos éramos nosotros; y le creímos.
Luego de disfrutar de su música, bailes y aspavientos, intentamos con Eloísa, conseguir un autógrafo; pero justo cuando nos estábamos colando entre la multitud y chocábamos de frente contra los guardias de seguridad, se oyó una voz proveniente de muy atrás que avisaba que el Tonino estaba marchándose en su automóvil, que el camerino era una trampa para despistar a los fans, entre los que estábamos nosotros.
Aquel día nos enojamos muchísimo y juramos no volver a escuchar ninguna de sus canciones, que nos taparíamos los oídos si por casualidad en el ómnibus o en alguna tienda pasaban alguna.
El enojo sólo nos duró unos días. Era imposible enfadarse con una voz tan armónica y aterciopelada como la que tenía el Tonino. Cuando quisimos acordar, estábamos Eloísa y yo cantando aquella canción que escuchamos la primera vez que nos vimos y que por casualidad resultó ser el track cuatro, del quinto disco: “Fuego en tu interior”.
Eloísa vivía en el departamento de al lado. El edificio es bastante alto y hay 5 viviendas por piso. Al conocerla, varios años atrás, me pareció un milagro que entre tantos lugares, le haya tocado en suerte ya no sólo vivir en el mismo complejo habitacional que yo, sino justo en el departamento que estaba pegado al mío.
Tuvimos varios años de noviazgo feliz, aunque luego, las cosas empezaron a oscurecerse. Las peleas se hicieron algo frecuente, apareció un amigo nuevo, compañero de ella en Bellas Artes, que de a poco fue ganando espacios de su vida, hasta que al final acabó por serruchar desde la médula nuestro hondo lazo afectivo, para que se secara y muriera como una ramita en invierno.
Poco después de que las cosas con Mateo empezaran a ir demasiado bien, se fue a vivir con él, dejando a su madre viviendo sola en aquel lugar, demasiado grande para una mujer mayor. Por eso no pasó mucho para que Sonia, mi ex-suegra, también se fuera a vivir a una lejana casita en donde Artigas perdió el poncho. Hace un par de meses vino para recoger los últimos muebles que le quedaban por llevar.
A ese apartamento de tres ambientes, hace varias semanas fue a vivir una extraña mujer de unos cuarenta años con su gato que trataba como si fuese su hijo. El pobre animal vino a sufrir a este edificio, las increíbles olas de calor que en estos días están asolando la ciudad. Para peor, quizás por los materiales o el hecho de que está todo el día dándole el sol a una de las paredes, en ese apartamento justamente el calor de tarde es insoportable.
El gato no es la única extravagancia de la vecina nueva, también lleva puesta una peluca rubia, muy alta, con la que se asustan los niños de la cuadra. No habla con nadie. La primera vez que la vi, amagué a saludarla, pero ella siguió su camino como si nada. Al parecer no le gusta el contacto con personas, únicamente con ese gatito siamés al que no se cansa de hablarle. Lo sé porque hace unos días pasé y la escuché discutiendo con el bicho, las reglas que debía respetar para seguir viviendo en esa casa.
Sonia se fue justo a tiempo, unos días después comenzaron las intensas oleadas de calor. Las bebidas frías se calientan en seguida que se las saca de la heladera; a los cubos de hielo se les sale la faja apenas uno los pone en el vaso, para dejar aguachento cualquier refresco.
Los que más sufren este calor espantoso son los animalitos. Yo tengo un monito tití que siempre mantengo atado para que no se escape, y cada vez que lo miro a la cara en estos días, parece suplicarme con sus ojitos como mamparas fluorescentes, que lo tire al río o a un lago o al mar, de una vez. Le pongo un ventilador sólo para él, pero parece que no le alcanza; quiere agua, quiere líquido que lo lama, gotas que se le escurran por los pelitos. Normalmente las personas siempre piensan que tener un mono es una experiencia más importante de lo que en realidad es. Quizás porque algunos simios son muy animados y hacen muchas boberías; pero el asunto con Pancho, así se llama el mío, es que nunca hace nada; sólo mira para afuera por la ventana, atadito. También mira la televisión, le gustan mucho las telenovelas venezolanas y no soporta los partidos de fútbol, a lo mejor es por el sonido del pié golpeando la pelota, que enciende sus instintos más primitivos, pero desde el momento que se hace el pase inicial, el animalito se enloquece y debemos cambiar enseguida. Pancho es como un gato, sólo contempla las cosas y duerme, toma mucha agua y come poco.
Especialmente a la tarde, cuando el calor se concentra burbujeante entre las paredes de la casa de la nueva vecina, el pobre gatito comienza a lanzar fuertes maullidos que resuenan en los pasillos del edificio como si fuesen berridos de niño. A esas horas la dueña nunca está; un rato antes se marcha, supongo que para el trabajo o algún otro lugar, y recién vuelve a la tardecita cuando el calor no es tan sofocante.
De seguro que ella desconoce los martirios y tormentos que debe pasar su gato día tras día, a esas horas en que las paredes hierven.
Por mi parte, voy a clases de mañana y no tengo que soportar en los hombros, en la nariz, en el pelo, en los brazos, los rayos del sol que fulminan todo lo que tocan. Los salones están llenos de personas y el calor que se acumula en esos lugares puede cocinar un pollo en poco tiempo. A medida que van pasando las horas veo cómo van resbalando las gotitas de sudor por la frente de mis compañeros; cómo, a pesar de los grandes escotes, se forman perlitas saladas en los pecho de las alumnas. Los cabellos de todos se empiezan a pegotear y aparecen ojeras pastosas, las ropas se humedecen por las canillas que se abrieron debajo de los brazos. Se abanican, pero sin lograr ningún efecto; cada vez hay más líquido en sus ropas y algo como un olor rancio comienza a mezclarse con las potentes ráfagas de desodorante que se pusieron convenientemente antes de salir.
Al poco tiempo de que la vecina, no sé su nombre y por eso la llamaré doña Peluqueta, estuvo instalada en el departamento, tuvimos nuestra primera disputa. Resulta que con el pasar de los días, se empezó a sentir olor a deshechos gatunos en el corredor y aunque tenía la certeza de que era producto del animal de la vecina, no conseguí las pruebas suficientes para acusarlo debidamente. Al parecer todas las mañanas, dejaba libre al gato en el pasillo del edificio, adoptando ese felino cochino, la despreciable costumbre de hacer sus necesidades justo en la puerta de mi casa. Luego ella salía con una palita y limpiaba, intentando además ocultar la afrenta con desodorante de ambiente barato, que sólo disimulaba el hedor durante unos minutos.
Un día que llegué temprano de la facultad la encontré con las manos en la masa: juntaba del piso con la palita, las heces de su mascota. La detuve en el acto y le dije:
-¡Así que por eso era que había tanto olor a porquerías de gato en el pasillo!
-No sé de qué me está hablando- contestó ella intentando disimular la palita y la escoba.
-No se haga la sonsa que tiene las pruebas del delito entre sus manos. ¡Para peor tiene el descaro de negármelo en la cara!- bramé indignado.
-Este pasillo no es solamente de usted, también tengo derecho a usarlo como quiera- aulló con despecho.
-¿Así que lo que tiene en la palita es suyo?- dije sonriéndome.
-Sí… ¡no!... es de mi gato. De todas formas no tiene por qué increparme así; no tengo la culpa de que él haya tomado como inodoro la puerta de su casa… por algo será, ¿no le parece?
-Debe de ser porque la marmota de su dueña lo saca al corredor en lugar de llevarlo al parque- respondí fuera de mis cabales.
-¡Maleducado!
-¡Maleducada!
La vecina pegó media vuelta y se fue muy enojada, dando un fuerte portazo al cerrar.
Hacía ya varios años, había descubierto que las zonas más frescas del edificio eran los corredores; entre el ascensor y las puertas de los departamentos. Por eso, los días de calor recalcitrante, no tenía más opción que quedarme en la puerta de mi casa, ventilándome con una paleta de ping pong que consagraba siempre a dicha tarea. Las costumbres del gato habían hecho de este acto refrescante un verdadero infierno. Aunque luego de la discusión no lo volvió a hacer.
Un día, en que la temperatura estaba especialmente alta, pasé toda la tarde durmiendo una siesta enfrente a la puerta de mi casa. El chirrido de la portezuela del ascensor me hizo despertar de un salto. Con la modorra posterior al sueño, vi pasar, con los ojos entrecerrados, a la vecina de al lado, llevando algo como un paquete entre las manos; fingiendo que el ruido del ascensor no me había despertado, intenté mantenerme en la posición en la que estaba. Ella debía pasar delante de mí para llegar a su morada y yo había tomado la firme resolución de no saludarla. Justo cuando pasaba, pude distinguir que lo que llevaba en realidad era un portarretratos; no llegué a ver bien, pero me pareció, -increíblemente- que las imágenes que estaban retratadas allí, eran la de mi vecina abrazando a la resplandeciente figura del Tonino. No pude creerlo, eso cambiaba radicalmente las cosas, o no tanto, pero sí un poco. Doña Peluqueta, aquella mujer tosca e insensible, que iba de aquí para allá con aquella ridícula peluca rubia, también era admiradora del Tonino, y por lo que llegué a ver, aunque para nada puedo asegurarlo, en la disposición del artista había cotidianidad, estaba vestido con una bata, como sale a veces a las ruedas de prensa que da en su casa. Pero hacía varios años que no las daba, lo que me hacía pensar en que existe entre ellos algún tipo de vínculo no laboral. De todas formas no pensaba preguntárselo; si bien su amistad con el músico la rodeaba de un aura especial, de todas formas seguía siendo la persona execrable y sucia con la que discutí hacía unos días. Porque el encuentro en la puerta de mi casa no fue el único altercado que tuvimos. Poco tiempo después, del incidente de las heces; en un día de mucho calor, estaba descansando sentado en una silla playera en el corredor; esta vez el siamés de la vecina estaba más silencioso que de costumbre. Tuve sed y entré a servirme algo, pero ese día había dejado por error mal amarrado a Pancho y luego de que el simio movió un poco las ataduras, cedieron. Cuando vi que no estaba en donde lo había dejado lo llamé como de costumbre, pero apareció; lo busqué por toda la casa sin encontrarlo y cuando la desesperación me empezaba a invadir, sentí que llamaban a la puerta con fuertes golpes. Cuando abrí, vi a doña Peluqueta sosteniendo a Panchito en el aire.
-Esto es suyo ¿verdad?- dijo lanzándome al monito.
-¿Por qué lo tenía usted?
-¡Este atrevido saltó por su balcón al mío, me rompió todas las plantas que tenía y luego entró a mi casa para hacer un desastre tremendo!- gritaba furiosa. Yo no sabía qué decirle. Me moría de vergüenza.
-Y no contento con eso, persiguió por toda la pieza a Cleopatra, mi gatita siamesa, intentando arrancarle las orejas, seguro que para comérselas, porque lo debe de tener muerto de hambre al mono mugriento ese.
-Discúlpeme, no lo había notado hasta ahora. Seguro que le llamarían la atención las orejas de su gata. No creo que Pancho quisiera hacerle daño- le respondí dubitativo y colorado como un tomate.
-No me importan las intenciones del mono; lo que sé es que todas mis plantas fueron demolidas por eso- dijo señalando a Pancho.
-No se preocupe señora, que los destrozos que hizo los pago yo.
-Claro que va a ser así, en la semana le voy a mandar la cuenta… ¡Y que sea la última vez que esa bestia entra en mi casa!- chilló mientras daba media vuelta y volvía a su departamento.
Cuando la vecina se fue, reprendí fuertemente a Panchito que me miraba con miedo. Pensé en pegarle para que aprendiera, me pareció innecesario. De todas formas, en todo momento me pareció ver en la cacatúa esa, un encono demasiado marcado, algo así como saña acumulada. Seguro que había quedado con bronca por lo de los deshechos de gato.
Pocos días después, Montevideo ardía como un papel. Otra vez descansaba en el corredor y de nuevo el gato de la vecina maullaba desesperado, como suplicando que lo maten.
En mi mano tenía una bebida bien fría y cada vez que escuchaba el largo y amargo alarido del animalito, tomaba un gran sorbo; como si intentara transmitirle la sensación refrescante por telepatía.
El ascensor se detuvo y la puerta se abrió. Era la vecina empelucada, con otro porta retratos en su mano. Este parecía ser un poco más antiguo; el gran marco marrón, cuadraba una pequeña fotografía que no llegué a contemplar nítidamente. Cuando estaba pasando junto a mí me incliné como para saludarla, pero ella seguía indignada y miró para otro lado fingiendo indiferencia. Pocos días después volvió a pasar con otro portarretratos; pero esa vez sí pude ver la foto con más detenimiento: era la vecina que estaba de la mano de Mabel Graña, la actriz. Ella había interpretado el papel principal en “Al amanecer”, una película que me había conmovido intensamente. Estos amigos que iba descubriendo de mi vecina, hablaban muy bien de ella. No solamente conocía al Tonino, sino que además también tenía vínculo con Mabel Graña. Sencillamente el hecho era inexplicable para mí. Cómo podía ser que esa persona, que vivía en una zona tan modesta, que usaba aquella peluca de tan mal gusto, que no vestía glamourosamente, ni (que yo supiera) tenía ningún talento, podía conservar amigos tan ilustres.
Aquello me mantuvo intrigado durante varias semanas. Un día, fui a la cocina y vi que la puerta del balcón estaba abierta, salí y allí vi a Panchito correteando en el balcón de la vecina. Le grité que volviera, que ya me habían costado muy caros sus escapadas, pero se hacía el que no me oía y seguía divirtiéndose. Peluqueta había dejado la puerta del balcón abierta y en cuanto Panchito lo notó, se metió de cabeza, seguramente en busca de las orejitas de la pobre Cleopatra. Fui hasta el corredor y golpeé con fuerza la puerta de al lado, pero nada. No había nadie en casa. Sólo se oían maullidos de gato y cristales que se rompían. Me desesperé, volví velozmente a mi balcón y armándome de coraje salté al de la vecina. De nuevo uno de los blancos del primate fueron las plantas que yacían destripadas en el piso. Como pude intenté volverlas al lugar, aunque no fue suficiente. Escuché más cristales que estallaban dentro y me metí de un salto. Como lo sospechaba el mono quería tocar las orejas negras del gato amarillo y para lograrlo lo perseguía por todo el apartamento, rompiendo lo necesario para alcanzarlo. Los pude encerrar en la habitación que antes había pertenecido a Eloísa y mediante mi voz tranquilizadora, acompañada por pequeñas pataditas que le daba a Panchito, pude lograr que se calmaran. El gato estaba crispado y lanzaba arañazos a lo que se moviera, más de una vez se lastimó su propia cola. Tomé a Pancho y me lo llevé al hombro, dándole una palmadita; le abrí la puerta al gato que al ver la salida descubierta, huyó lo más rápido que pudo y se escondió detrás de un placard. Habían pasado varios meses desde la última vez que había entrado allí; una mezcla de sensaciones y recuerdos inundó mi mente. Con el alboroto de la pelea, no había prestado atención a los cambios en la casa. Sentía cierta familiaridad, los muros aún se mantuvieran fumigados por los recuerdos de Eloísa, produciendo un extraño malestar. Mirando con más detenimiento contemplé que había cambiado el color de las paredes y el piso; no había sillones, ni juego de living, ni mesitas ni nada, sólo muchísimas fotos por todas las paredes. Todavía confuso, me acerqué a una de ellas y vi a la vecina abrazando a José Almeida, el jugador de fútbol; al lado de otra foto en la que estaba sentada a la mesa con Elsa Grandoni, la actriz retirada que ahora conducía un programa de entrevistas. Completamente asombrado corroboré que en todas las fotografías estaba Peluqueta y siempre había junto a ella una celebridad diferente. No faltaba ninguno, en todas las paredes había siempre alguien distinto. Estaba absorto. Todas esas caras se agolpaban en mi mente y mis ideas se enmarañaban. Como pude intenté reparar los desastres que habían causado el mono y la gata. Tuve que comprar de apuro unos platos (casi idénticos) a los que quedaron destrozados por la persecución y reponer algunos vidrios de varios portarretratos rotos. Por suerte cuando la vecina llegó ya había dejado todo limpio y ordenado, aunque no hubo forma de disimular el asesinato de las plantas del fondo.
Logré saltar a mi balcón justo a tiempo.
Al día siguiente vino la vecina para decirme exaltada:
- Parece que me estuviese tomando el pelo.
- No sé de qué habla –le contesté intentando disimular.
- Usted sabe perfectamente de qué hablo… de su monito… de eso hablo.
- ¿Qué hizo ahora Panchito? Lo que haya roto se lo pagaré.
- ¿Cómo sabía que rompió algo? ¡No le digo que usted es un mentiroso!
- No; sólo me imaginaba que se habría mandado alguna de las suyas –respondí vacilante.
- Sí que se mandó una de las suyas. El bicharraco ese me volvió a romper todas las plantas. ¡Parece mentira! ¡Voy a llamar a la policía para que los metan presos, a la bestia esa y a usted! –gritaba mientras la gran peluca rubia se movía de un lado a otro.
- ¡Qué mono atrevido! No se preocupe que le pagaré con creces los daños que causó. Y no se preocupe que no se va a volver a escapar.
- No me importa, voy a llamar al refugio de animales para que le confisquen ese monstruo de una vez.
- ¡Por favor señora! Le prometo que nunca más va a tener otro inconveniente con Pancho. Si le vuelve a causar problemas yo mismo lo llevo.
- Además quiero que no se quede ahí en el pasillo lagarteando todas las tardes; ¿no se da cuenta que molesta?
- Bueno, tampoco voy a tomar el fresco del pasillo –verla con todas aquellas personas la había rodeado, a mi ojos, de un aplomo inesperado.
- ¡Ya está advertido! –chilló mientras emprendía el regreso a su puerta.
- Mándele un saludo al Tonino de mi parte –le dije por lo bajo.
Ella volteó y siguió su camino negando con la cabeza y refunfuñando.
En los siguientes días me ocupé de buscar en todos los programas y revistas de chimentos, el áspero rostro de Peluqueta, pero sólo vi en un par de fotos de una fiesta que se había organizado en Punta del Este la semana pasada, una figura femenina muy parecida a ella que salía a lo lejos detrás de las celebridades fotografiadas.
Mientras tanto, la vecina salía todos los días a la misma hora y siempre venía con un portarretratos nuevo con alguna fotografía incrustada. Como ya no podía estar en el pasillo miraba por la mirilla de la puerta pero no alcanzaba a distinguir nada.
Cuando la curiosidad se me hizo incontenible, planifiqué descubrir su extraño vínculo con esos amigos. A la mañana no fui a la facultad, para sentarme junto a la puerta a esperar la salida de la vecina. Como a las doce y media su puerta se abrió. Los maullidos de la pobre Cleopatra vaticinaban un día largo y caluroso para sus orejitas negras. Abrí mi puerta antes de que entrara al ascensor y bajamos juntos. Luego caminamos a la par por la cuadra del edificio y paré en el quiosco de la esquina para que no sospechara nada.
El sol era como una lamparita de cuatrocientos mil watts que golpeaba como si fuese un martillo de aire comprimido. Las camisas y los sacos apretados sobre los hombros, producían explosiones de vapor que se escapaban invisibles entre los botones, eran como ollas a presión. Los árboles estaban doblados, como si les hubiesen dado un golpe en el estómago. Los automóviles se arrastraban por las calles, dejando largos surcos negros sobre el pavimento que flagelaba las ruedas de goma.
La peluca rubia caminaba rápido, apenas deteniéndose a contemplar alguna vidriera; mientras yo la seguía a una distancia prudente. Se le notaba el calor en la cara; estaba hinchada, de un color espantoso y empapada en sudor. Siguió su camino hasta que se metió en una tienda durante largo rato. Cuando vi que no salía me empecé a acercar sigilosamente. Quizás allí trabajaba Peluqueta. Cuando estaba a unos pocos pasos de la puerta, me acerqué a la vidriera. El brillo de la calle no me permitía mirar para adentro y por eso me tuve que acercar más todavía hasta apoyar mi cara y tapar el brillo con mis manos. Con estupor vi a Peluqueta tirada sobre un diván, con una obscena expresión de placer en el rostro. Parecía aliviada. Habían muchas personas junto a ellas que la contemplaban estáticas. Al mirar con mayor detenimiento descubrí súbitamente que quienes estaban parados junto a mi vecina eran Elsa Grandoni, Nicolás Romeo, Lucas Albeol y hasta propio Tonino, con su bata roja y aquella expresión tan típica de él.
Desorientado comencé a caminar para atrás, nada tenía sentido. Elevé los ojos y leí el cartel de la tienda que estaba pintado en la entrada “La casa del artista. Museo de cera” y más abajo en otro cartel más pequeño “Por favor mantener la puerta cerrada. Aire acondicionado”.
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